Mi padre dejó de estar aquí un treinta y uno de marzo.
Se fue en la madrugada y se internó en la tarde.
A las últimas paletadas de tarde quedó un bulto
de nubes que lo tragó la noche.
Le vestí yo. Y mi hermano. Juntos lo pusimos en la caja. Mi madre,
buscó con Cristo una medalla, en cruz, para el pecho, y un velo
para el rostro, en su baúl, y una sábana blanca
que trajo un hondo olor secreto a sacro bosque.
Prendí la cruz en su camisa mía y le enlacé las manos como
lo hacía, dedo a dedo, sin pesares. No hubo menester de cerrarle
los ojos. Ni la boca. La cabeza la dejó, de lado, y el corazón,
oblato…así como si rozara una orilla blanquísima.
Yo no quería abrir la Casa. Salí, dejándola cerrada
a telefonear a mis hermanas. Volví con Ángel. Mandé abrir la fosa.
Hice el altar. Ángel se fue a terminar unos encargos, y, por primera vez,
los tres: mi madre, él, yo, a puertas cerradas, cada quien quedó solo.
Yo hubiera deseado no tener que abrir. Me refugié
en mi corazón, en lo remoto blanco. Y no sé.
Pero tuve que abrir bajo o sobre mi corazón,
ante dios, desde él. Mi madre y yo rezamos solos.
A las tres doblaron. Mamá se sobó la frente, y dijo: “Vaya, pues,
que le vaya bien. Que dios lo bendiga.” Yo le palpé las manos. A las
cuatro fue la Misa. Y el coro del colegio lo subió a una iglesia de música.
Y sin ver aquí seguía yo oyendo en la luz ante el obispo acá a San Mateo.
Llegamos al cementerio. Vi descender la caja, caer la tierra a lo profundo.
Alfredo, un estudiante, como Tobit, agarró la pala, Moncho, y otros hombres,
y las manos sudando fueron como verano victorioso.
Niños aparecieron sembrando flores sobre la tumba alta.
El diez de abril quemé sus últimas cositas: -había ya quemado
su frazadita verde- su camita de ocote, su colchoncito,
su sabanita, su almohada, sus zapatos viejos, sus tres camisas,
su pantalón café, su pailita amarilla, su tacita acua, y su jarrito rojo.
Dos hermanos y yo le dimos fuego. Mi hermana se entró con Juana.
Bertha y yo nos quedamos viendo los últimos carbones.
Y lloramos. No había viento.
Las cenizas quedaron en el patio.
El lunes once di parte de su muerte. -“¿Nombre?”- Rafael.
1890. de Gregoria Cardona y de Lorenzo Andrada.
“¿Profesión?” –Zapatero.- “¿Escolaridad?” –Secundaria.
-“¿Deja bienes?”-… (El me enseñó a servir, a leer, a pensar…
Me dijo ya para morir: “Ya me voy. Me voy al cementerio.
Dios es el creador de todo el universo y de todos los hombres.
He tenido la fortuna de tenerte, que Dios te proteja.” Y viendo a José,
refiriéndose a mí, agregó: “Es tu hermano. Es tu hermano.”
Le pregunté que cómo se sentía, y respondió que bien.
Sólo dos veces lo vi en vida abandonar la cabeza.
Eran las vísperas. Ah, cómo deseaba volver a oírlo conversar,
referir leyendas, historias de caminos, una historia.
Jamás habló mal de nadie y jamás habló mal.
Unos meses antes que le leía no sé a quién y a Char, le dije
por ver si estaba atento, “ ¿Te gustan?” –“Sí, mucho,
los dos son buenos”…No sé si era a Rimbaud.
-“¿Deja bienes?”
… “pero Char es tan denso.”)
-Ninguno. (Eso. Esto.
Este poema es suyo. Pero esto no es nada.) Nada.
Edilberto Cardona Bulnes
Comayagua, 1977.