viernes, 16 de septiembre de 2011

Mi padre. Roberto Sosa.

Foto de Gerardo Torres


I

De allá de Cuscatlán de sur anclado
vino mi padre
con despeñados lagos en los dedos.

Él conoció lo dulce del límite que llama.
Amaba los inviernos,
la mañana,
las olas.

Trabajó sin palabras
por darnos pan y libros
y así jugó a los naipes vacilantes del hambre.

No sé cómo en su pecho
se sostenía un astro
ni como lo cuidó de las pedradas.

Sólo sé que esta tierra
constructora de pinos
lo humilló simplemente.

Por eso se alejaba
(de música orillado)
hacia donde se astillan crepúsculo y velero.

Miradle, sí, miradle
que trae para el hijo
gaviota
y redes de aire.

Mi puerta toca y dice: buenos días.
Miradle, sí, miradle
que viene ensangrentado.

Después
los hospitales
y médicos inmensos vigilando la escarcha.
Su traje y desamparo combatiendo el espanto.
Sus pulmones azules,
la poesía
y mi nada.

Un día sin principio cayó en absurda yerba.

Su brazo campesino
borró espejos
y rostros
y chozas
y comarcas;
y los trenes del tiempo
en humo inalcanzable se llevaron su nombre.

Nueve le dimos tierra.
Aún oigo los pasos
de asfalto,
ruina y viento.
Las campanas huyendo
y el golpe de la caja que derribó el ocaso.

Yo no hubiera querido regresarme
y dejarlo inmensamente solo.

Frente al agua del agua,
padre mío.
¿qué límites te llaman?

Mi niño bueno, dime,
¿qué mano pudo hacerlo?

Dejadle.
Así dejadle: que nadie ya lo toque.

II

Quien creó la existencia
calculó la medida del sepulcro.
Quien hizo la fortuna hizo la ruina.
Quien anudó los lazos del amor
dispuso las espinas.

El astro no descubre su destello.
Ignora el pez el círculo del astro.
Se halla solo el viajero
en su deseo
de llegar a la cruz del horizonte.

Es lenta la partida y el sendero lento.
La luz
se borra en la extensión
y el universo en lo que no se sabe.

Caen las rotas hojas de los árboles.
El hombre – maniatado en sus orígenes -
se encamina
hacia un claustro sin llave ni salida.

Mi padre
tenía la delgadez en sombra
del cristal en el pecho;
cuando hablaba, a la hora de la espesura,
se volvían sus labios inmortales.

Sin su decidida bondad
no existiría
para mí esa calma y su ojo de pájaro en reposo.
La pobreza sería una divinidad indigna.

Alegraré lo triste de los días.
Seré un grano de arena o una yerba.


Saludaré
como antes
las arañas de luces que cuelgan de la esfera,
todo ello
para tocar sus hombros,
porque,
¿qué hubiera sido de mí, niño como era,
de no haber recibido
la rosa diaria
que él tejía con su hilo más tierno?

Vienen a mi memoria
sin que pueda evitarlo
las ciudadelas que recorrimos juntos;
el griterío de la gente
ante la pólvora y sus golpes en el aire;
los iconos custodiados de cerca
por la astucia de los frailes de pueblo.
O los sucesos de aquel puerto: el mar, me acuerdo,
vestido de negro, abandonó la orilla.
Al fondo
se erguía la presencia del hielo, martillo en alto;
en ese entonces, padre,
padeciste en tu carne
el dolor del planeta.

El agua
ha dispuesto
sus muebles de lujo en el césped.
Los frutos están bajos para todas las bocas.
El estaría ahora tratando de alcanzarlos
reflejados en el río. O vendría a buscarme
y me diría: no me dejes. Soy un viejo ya.
Tienes que volver a mi lado. Ayer
escribí una carta a tu madre. Sabes,
cuando oigo los gritos
de los pájaros de lugar,
siento que algo
me une más a ella.

Caminaba
-doy mi testimonio-
del brazo de fantasmas
que lo llevaron a ninguna parte.

Caía
abandono abajo, cada vez más abajo,
más abajo,
con ayes sin sonido,
repitiendo ruidos no aprendidos,
buscando continuamente
el encuentro con los arrullos dentro de la apariencia.

Queda el eco en el muro.
Subsisten
los aullidos del ultrajado.
La sangre del cordero
no la limpia el curso de la fuente:
se adhiere en la piel de los verdugos,
y cuando ellos abren sus roperos,
surge su mano nunca concluida.

No.
Para ellos no habrá quietud posible.
El humo de las hogueras apagadas
eleva sus copas acusadoras.

En sus refugios hallarán un tiempo de duda;
en sus lechos estará esperándoles
la rapidez del áspid.

No.
Para ustedes
no habrá tregua
ni perdón.
En este mismo sitio
me habló de la ventisca
que azota sin descanso los asilos,
de su amor a los árboles en medio del silencio.

Hoy
que no vamos juntos
me siento entre desconocidos
que esquivan la mirada.

Hoy
que no está en mi mesa
compartiendo mi turbio vaso de agua
debo estar más solo de lo que imagino.

La lluvia en el cementerio
se convierte
en una catedral extraída de la plata.
Dentro, en los altares,
viuda de blanco
rezan cabizbajas.

Lejos
se oyen
las voces
de un coro que no existe.

Me llevas de la mano
como lo hacías antes.
Entramos en la única casa
que ha quedado en pie
después de la destrucción del día.
Cruzamos avenidas
que conducen a un mundo derrumbado.

Creemos escuchar una canción.
Volvemos: tú alto y yo pequeño,
pequeñito, para no hacerte daño.

Señalas la distancia.
Te quitas el pan de la boca
para salvarme un poco,
papá,
yo pienso que vives todavía.

De aquí partió y reposa bajo tierra.
Aún me duele el esfuerzo último de sus brazos.

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