viernes, 20 de marzo de 2015

La piel de la ternera. Otoniel Natarén.






Cada cual intuyó un motivo:
la lengua, sus garfios,
sus extremidades asidas con terneza;
vislumbradas las bodas,
las danzas, las bocas,
y en cada cual, el beso,
de la pura piedad; luego, el alazo, la rabia.
Luego, las suaves manos.

Estos son los motivos,
modestos;
cada cual los ignora.

Este es el vestido en la orilla del río,
amado canallamente;
desprendidamente amado como a la tierra amada,
y como tierra, besado.

Nos encargaron vivir estas vidas,
tomar las bocas de nuestras mujeres,
amarlas hasta el fin,
y contemplarlas hasta el fin.

Ahí quedó el vaso,
el hombre y su martillo,
el lápiz sobre la madera rojiza,
en aquellos mesones, su coyuntura;
entonces busca en todas las asas el consuelo,
la mujer besada, la mujer abrazada,
lo único que tenía.

AHORA, AQUEL RETRATO DE AQUELLA ADOLESCENCIA


En su frente también estaban escritos los noses.
Su lengua suda una pintura de corales ciegos y canciones lejanas.
Me dijo, ¡ven acá!, para explicarte.

Yo fui para besar sus ojos silenciosos,
para no demostrarle miedo.
Oprimí su bondad contra las paredes
pero se desdecía con la tenaza de sus piernas.

¡Que hable, entonces,
para colgar en la pared una queja!

Se bebió las palabras.
Era incapaz, con sus pieles, de sentir lo que sentía.

La sacudió, Tomás, y los silencios caían de su melena rala.

Otra vez la pasividad de la dulzaina,
otra vez la inquietud de los oídos.
Después, la blancura, con su brocha, alejaría las mocedades.
¿En dónde está ahora su rostro caliginoso!

Ella se fue al igual que su silbido,
porque no le importaba nadie.

Yo escondí las flores ante su penosa obscuridad;
yo fui para besarla, solamente,
para no demostrarle miedo.

Su sueño de fósil era también de descontentos;
no había en sus costumbres lo que nunca había aprendido;
cosas dichas sobre la noche y de quienes la buscan:
ni un sólo temblor en sus neblinas.

Yo se que dijo, no, para reír después,
más loba sobre la tierra de ardientes lobos
que pájaro en el cielo de ardientes pájaros.

¡Este corazón te aborrece, y este corazón escupe
tu mezquino sueño!
Pero después del paseo, con el día postrero,
en el pasto, en la hondura,
entre la fresca tierra,
dormirás conmigo.

DONDE SE SIENTAN LAS VARONAS


Nadie te observa,
nadie te recorre,
como si probaran de ti el color salado,
como si el viento ocultara secretos duraderos
mientras se disipa el aire que alivió nuestros fuegos.

Este es el presente dado a la escarcha:
el descanso de la olvidada.

Aquí está la semilla que rechazaron las aves;
el muérdago, para quienes observan
los troncos y las ramas.

¿Cómo se llega a lo inevitable, varona?
¿Cómo se llega con esa pupila de rostro desencajado
quien te visita desde sus uñas, rara;
desconocida, porque no la conoce nadie,
incrédula, porque no cree en las edades y en las desgracias;
viene con la mano de las dudas a tocar su cuerpo en tus plumas.
¡Y pasó esto!, y, ¿cómo pudo pasar? ¡Qué hiciste!
Entró su cigarro nervioso;
entró a preparar café.

También fue harapienta y también fue perfumada con la noche,
vino a palparlo todo.
Todos los riesgos los traía el hambre,
y todas las hambres se pudieran calmar.

¿Dónde queda el abismo,
la monotonía, y conserva un rumor parecido?

Por aquí se padece; se tirita en ese seno duro, el ocaso:
sobre todo la obscuridad, hija de toda la nieve.

Allí aparecen las torres,
las refinerías, las luces,
el olor aceitoso de alguna rememoración,
y por algún resquicio, la silenciosa Eva, sonríe:
para ninguno fue creado el descontento.

Cruza la hoja palmeada,
el estuario,
reinas de vidrio en las ventanas;
ese sabor a pan de la humareda golpeando
en la alfombra de los autos.

Nada hay, abreviado, que no pueda influir en el instante.

Hay quien murió engañado, y subió la pendiente;
y quien compró a este Señor los lagartos,
y quien se llevó uno de tus vestidos,
y otro, tu brazalete,
pero nadie sabe recordar la copla solitaria de tu boca.

Debió ser tanta profundidad, tanta rueda,
tanta multitud dispersa por estas temperaturas,
y estos restos y estos caminos donde todo se olvida.

Por allí las cáscaras,
la visión cansada,
la adhesión excedida;
por herrumbre, por los viajes rutinarios.

Allí se vive enroscado a los rieles,
se habla a la hojarasca, se transcurre,
como si retrocedieran aquellos días a su escondrijo,
en cada vagón oxidado, con la misma penumbra.

En ella había una caricia que nos hacía falta.
Ella era de todos, y también era de nadie.
Abrazamos sus pasiones y sus besos desdichados.
¡Basta, entonces, de hablar con culpa en los comedores!
¡Basta de señalar con culpa desde la estación de espera!

¡Vayamos a ver lo nefasto,
vayamos a ver y tocar!
Por allí, en los bordes, se encuentra el osario.


LA VISITA BREVE


El horizonte busca las bocas,
el pecho descubierto,
la entrega de un ayer cálido derramado en las manos.
El horizonte como un cachorro nublado, extendidas sus patas.

La visión te nombra,
la visión te la dio el anhelo en un aullido;
pero es Ella quien viene solitaria,
pero es Ella quien espera solitaria y se lleva la fortuna.

Yo te quería sobre esas bocas y allí no había sonido,
ni inquietud de olas;
no había recuerdo en las miradas plateadas de los faros.

¿Quién vuelve por ese horizonte tibio reconociéndote?

Ayer te tomaba con la sangre brutal,
y allí aparecen dos estatuas azuladas,
bajo la lluvia,
parecidas a dos fantasmas.

Como en otros espacios, otras caras anochecidas,
el frío de las manos, la tormenta,
y la obscura Beatriz parece surgir al fin desde el humo.

Te llamaron los faros,
te llamaron sin cesar,
la inquietud y sus sonidos, las luces distendidas;
quien busca entre quienes buscan las ternuras olvidadas,
las que alguien vende o deja;
alguien, quien también yace recostado, esperando,
con un zarpazo.


LAURETTA


Para escuchar esas canciones fue que ella subió;
para ver los techos de la ciudad, en la noche.

Todo el apasionamiento se grabó en las escaleras y los vitrales.

Después llevó sus muebles,
les sacudió el polvo, y se instaló... para esperarlo.
Le dijo, ¡adiós!, con las cortinas blancas;
ella hizo la cena;
ella gritaba a todos desde el balcón, diciendo,
aquí estoy, esta es mi casa, la sala toda, hasta la cocina,
y mostraba complacida sus prodigiosos pasteles.

Ella elevó a todos en el humillo de su marihuana.

Todos se encargaron de matarla
por cuanto ella pudiere haber matado desde sus barandas;
él se demoraba,
ella rompió los calderos
y lanzó los guisos por la ventana.

Mañana volverá a levantarse,
y volverá el hambre;
toda la obsesión desprendida de los vitrales.

(Para aprenderse aquellas canciones fue que ella subió).

Todos se prometieron cantearla.

(Ella creyó en las luces).

La ciudad callaba… mientras amontonaba las piedras.


MENTIRA SOBRE LOS GALEOTES


Amanecido bahía, sobre el puerto,
amanecido golfo, sobre el puerto,
amanecido frío, rodeado de palmas.

Una noche que fue sequedad.
Un pensamiento que fue saboreado sólo en pensamiento,
y queda la desolación,
el erial,
el llanto liviano.

Vayamos los dos,
claros y pobres,
sin todas nuestras manchas.

Vayamos los dos a una cama,
príncipes y enfermos,
desnudos.

Allí, ambos, en el desembarcadero;
allí, ambos, esperando las redes.

Fue para todos, un mundo abundante,
y para todos, el mundo mezquino.

Yo soñé que habían partido los remos,
yo soñé que estaba solo,
en los archipiélagos, repartido al llano azul.

Yo soñé que amanecía. Con mi mujer, amanecía.

Muchas ilusiones despertaron en los restaurantes Caravelles,
visiones de los meseros y las meseras,
sirviéndose el café blanco en la leche negra,
saturados,
profundamente mezclados.

 “LOS ZAPATOS DE LA BAILARINA”


El ojo del venado.
¡Sí, el ojo del venado!

Salía un trazo frío con las flores de aluminio.
¡Sí, salía ella, y de algún modo, resonaba en los cadalsos su zapateado!

La veía el soldado desnudo; con sudor, con pasmo.
De los óvalos crecen líneas pesarosas; en el ojo azorado.

De ella se desprende el follaje que sostenía del brazo;
ella gira en los escenarios y las miradas comen sus cutículas pálidas.

En la barra se forma el arco de su silueta silenciosa, descarnada:
la luminosidad fue recorriendo sus piernas.

En sus piernas nacía el mundo;
el mundo, de un salto; el arabesco, la cofia.

Sus brazos llamaban a una culebra de viento,
y poco a poco se elevaba en la espiral, su drama.

Días hay en que sucede cuanto se oye decir;
decir, enfermera, ¿qué es aquello que resplandece en lo alto?

Sus pies pulsan las teclas de un piano sin nombre; su espíritu
estacionado en el para siempre instante del éter, observa.

Un faro le destrozó el vestido,
y corren todos a ver el ave fulminada.

Algo como el granizo,
como un temblor de plata en la frente, donde caen los aplausos.


EL GRAN MÓRBIDO


Sentado sobre los maderos esta el sombrío,
velludo ante las Galateas,
con el secreto de Ácises entre las manos.

Después del abrazo,
después de todo
se vuelve profundo y luminoso.

¡Te prometo sobre estas hojas, que soñaré contigo, María!

Mastica sobre aquel monte los pezones duros,
enajenado, rabioso y de algún modo, dulcificado.

Le habría prodigado el viento un vislumbramiento;
después surge el Gran Mórbido
sobre las tablas del tejado,
con las sábanas rojas;
el bienaventurado, el hervido en las aguas,
sostenido de los talones.

Yo la hice más hermosa con mis manos;
con frutos dados aquí, por estas ramas:
allí se fundamenta todo su orgullo,
en mi orgullo mismo.

Fatuos Ácises, fatuas Galateas,
vanos,
se contemplan en la gran mentira;
sin embargo, el Mórbido,
exquisito, extasiado.


SARA


Las pueden ver,
las pueden tocar,
fui todas esas pieles;
el vestido derramado en las escalinatas,
el beso profundo.

¿Quién podrá explicar quién vino a despertarme
del aullido!

Sola, y soy la fiera,
con la sola pluma disponible;
de vestigios insondables,
con la sola pena.

Pero hablan las ruinas sobre mí,
desde las piedras;
todas las hijas multiplicadas:
sus sombras heridas,
con las luces, heridas,
cinturas heridas.

Sola, con la sola pena;
sola y enclaustrada;
sola, y el jaguar en los campos,
el Magno,
el Obstinado,
el Reproductor.

Soy el pecho, siempre repetido,
unos labios esperando;
la piel,
solamente la piel, esperando ser tomada.

ELLA


¡Cuántas veces la mozuela besa
y se reparte en el mundo su sonido!

La mujer se repite; la misma intensidad;
se acuesta, y el reposo la desgarra.

Está allí y observa, dormida, los astros,
se funde a las paredes o se sostiene de los muros.

Su boca espera,
responde a cierta sintonía,
responde blanda, y todos la toman,
y no se quisiera concluir la noche,
y no se quisiera despedir ninguno,
pero, viene la hora.

¡Despierta, despierta!, y también despierta la serpiente.

Sale a la luz esa mujer, con la piel nueva,
extiende todas sus manos y consulta los relojes;
allí vienen todos los relojes con la hora imprecisa.

Se aleja y vuelve; y vuelve a desprenderse.

Ya no se fundirá al granito;
y pudiera esperar y pudiera besar infinitamente.

Es el rompimiento.

Ven a ver cómo se marcha.
Ven a ver una bandera tragada por las olas.

Los diluvios vinieron a destruirla,
a impedir el sueño;
y, ¡debiera retirarse!, dicen  todos,
y se despedaza llorando.


LOS PÁJAROS


Tomarte con vestido,
por cintura, elevados de cuerpo,
de manos, desatada,
de pies, desatado.

¡Que algo nos conmovía!,
beso o salivazo;
tomados del polvo naranja de la danza,
derribados.

Somos los llevados de las variaciones, velludos,
estremecidos por las horas,
el mismo resplandor y la misma agonía;
los abismos y la fiebre de los crispados dedos.

Te mueve el artesano de plata,
te codicia desde su luna,
desde el olíbano, su nubarrón
—las palmas sobre el pecho calculan los latidos,
la medianoche incendiada;
esta floración y pérdida de rayos húmedos,
de substancias y luces derramadas.

Nos distrae esta rasgadura, este sueño.

Nos recorre el reloj de las palpitaciones,
nos descubre,
nos duerme y acomoda a su diestra de caracolas,
intensamente amados. Nos contempla.
Sus luces responden a nuestras alas en movimiento;
juntos hemos tomado la música de su oído,
y juntos, retornado a los precipicios.

LA PIEL DE LA TERNERA


Aquí comienza el libro,
los llamados de la piel;
de aquel encierro,
de aquella mujer;
el mismo deseo, el mismo encadenamiento,
cual si la bestia fuera,
cual si la bestia es,
donde desbocan los caballos.

Dios nos ampare a todos.

Dios se apiade cuando se frunza nuestra madera
y sólo el libro sobreviva.

Vayamos todos los demolidos,
los crápulas,
a reconocernos en nuestros cerrojos,
con las ventanas abiertas de nuestras almas libertinas.

Vayamos a ser verdaderamente hipócritas
puesto que nada nos conmueve,
y trotamos el mundo, fementidos y rufianes.

Pero, algo guardamos del abandono;
porque algo nos conmovía;
algo nos llenaba de las ternuras,
y aunque, arrojados del seno,
alguna verdad se nos presentó amable,
para cumplir los días,
para tocar sus trompetas,
con nuestras supremas pieles en los supremos pabellones,
cuando la voz le cante,
a ella carnal, sufriente, corruptible;
blanca y verdadera.


FIN DEL CAMINO


Caminaba lenta
con la lámpara y la romana;
caminaba y tomaba nuestros dedos:
mordía nuestros dedos.

Nos dio también su boca para mostrarnos la noche,
y, con nuestra desnudez descubrió nuestra soledad,
nuestra terrible soledad.

Guardaba entre sus manos la suavidad y el secreto,
nos llevó al silencio de sus dormitorios
sobre la historia de las paredes;
a sus sonidos y orificios.

Allí tendió sus brazos y su vientre,
y desde el tacto, la necesidad antigua,
la luminosidad de otra existencia:
un recuerdo desde otra existencia.

Cuando crecimos, todo había terminado;
y, pensamos en su boca, en volver a su boca;
porque nos dio juntamente las palabras.

Es aquí donde todo se detiene, compadre,
el mundo que nos enseñaron.



La piel de la ternera (2009)


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 Otoniel Natarén
(El Progreso, Yoro, 1975.)
 

 Estudia Literatura en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras en el Valle de Sula. Debutó como poeta en la colección de poemas "Los novísimos" en San Pedro Sula en el año 2002. Sus trabajos han sido publicados en revistas de la zona norte del país. Ha publicado La piel de la ternera (2009), y la muestra de poetas hondureños y cubanos Cuarta dimensión de la tarde (2011). Es fotógrafo y pintor.