viernes, 16 de septiembre de 2011

Final del éxodo. Edilberto Cardona Bulnes.

Foto del cementerio de El Marillal, Choluteca.


Mi padre dejó de estar aquí un treinta y uno de marzo.

Se fue en la madrugada y se internó en la tarde.

A las últimas paletadas de tarde quedó un bulto

de nubes que lo tragó la noche.


Le vestí yo. Y mi hermano. Juntos lo pusimos en la caja. Mi madre,

buscó con Cristo una medalla, en cruz, para el pecho, y un velo

para el rostro, en su baúl, y una sábana blanca

que trajo un hondo olor secreto a sacro bosque.


Prendí la cruz en su camisa mía y le enlacé las manos como

lo hacía, dedo a dedo, sin pesares. No hubo menester de cerrarle

los ojos. Ni la boca. La cabeza la dejó, de lado, y el corazón,

oblato…así como si rozara una orilla blanquísima.


Yo no quería abrir la Casa. Salí, dejándola cerrada

a telefonear a mis hermanas. Volví con Ángel. Mandé abrir la fosa.

Hice el altar. Ángel se fue a terminar unos encargos, y, por primera vez,

los tres: mi madre, él, yo, a puertas cerradas, cada quien quedó solo.


Yo hubiera deseado no tener que abrir. Me refugié

en mi corazón, en lo remoto blanco. Y no sé.

Pero tuve que abrir bajo o sobre mi corazón,

ante dios, desde él. Mi madre y yo rezamos solos.


A las tres doblaron. Mamá se sobó la frente, y dijo: “Vaya, pues,

que le vaya bien. Que dios lo bendiga.” Yo le palpé las manos. A las

cuatro fue la Misa. Y el coro del colegio lo subió a una iglesia de música.

Y sin ver aquí seguía yo oyendo en la luz ante el obispo acá a San Mateo.


Llegamos al cementerio. Vi descender la caja, caer la tierra a lo profundo.

Alfredo, un estudiante, como Tobit, agarró la pala, Moncho, y otros hombres,

y las manos sudando fueron como verano victorioso.

Niños aparecieron sembrando flores sobre la tumba alta.


El diez de abril quemé sus últimas cositas: -había ya quemado

su frazadita verde- su camita de ocote, su colchoncito,

su sabanita, su almohada, sus zapatos viejos, sus tres camisas,

su pantalón café, su pailita amarilla, su tacita acua, y su jarrito rojo.


Dos hermanos y yo le dimos fuego. Mi hermana se entró con Juana.

Bertha y yo nos quedamos viendo los últimos carbones.

Y lloramos. No había viento.

Las cenizas quedaron en el patio.


El lunes once di parte de su muerte. -“¿Nombre?”- Rafael.

1890. de Gregoria Cardona y de Lorenzo Andrada.

“¿Profesión?” –Zapatero.- “¿Escolaridad?” –Secundaria.

-“¿Deja bienes?”-… (El me enseñó a servir, a leer, a pensar…


Me dijo ya para morir: “Ya me voy. Me voy al cementerio.

Dios es el creador de todo el universo y de todos los hombres.

He tenido la fortuna de tenerte, que Dios te proteja.” Y viendo a José,

refiriéndose a mí, agregó: “Es tu hermano. Es tu hermano.”


Le pregunté que cómo se sentía, y respondió que bien.

Sólo dos veces lo vi en vida abandonar la cabeza.

Eran las vísperas. Ah, cómo deseaba volver a oírlo conversar,

referir leyendas, historias de caminos, una historia.


Jamás habló mal de nadie y jamás habló mal.

Unos meses antes que le leía no sé a quién y a Char, le dije

por ver si estaba atento, “ ¿Te gustan?” –“Sí, mucho,

los dos son buenos”…No sé si era a Rimbaud.


-“¿Deja bienes?”

… “pero Char es tan denso.”)

-Ninguno. (Eso. Esto.

Este poema es suyo. Pero esto no es nada.) Nada.



Edilberto Cardona Bulnes

Comayagua, 1977.

Mi padre. Roberto Sosa.

Foto de Gerardo Torres


I

De allá de Cuscatlán de sur anclado
vino mi padre
con despeñados lagos en los dedos.

Él conoció lo dulce del límite que llama.
Amaba los inviernos,
la mañana,
las olas.

Trabajó sin palabras
por darnos pan y libros
y así jugó a los naipes vacilantes del hambre.

No sé cómo en su pecho
se sostenía un astro
ni como lo cuidó de las pedradas.

Sólo sé que esta tierra
constructora de pinos
lo humilló simplemente.

Por eso se alejaba
(de música orillado)
hacia donde se astillan crepúsculo y velero.

Miradle, sí, miradle
que trae para el hijo
gaviota
y redes de aire.

Mi puerta toca y dice: buenos días.
Miradle, sí, miradle
que viene ensangrentado.

Después
los hospitales
y médicos inmensos vigilando la escarcha.
Su traje y desamparo combatiendo el espanto.
Sus pulmones azules,
la poesía
y mi nada.

Un día sin principio cayó en absurda yerba.

Su brazo campesino
borró espejos
y rostros
y chozas
y comarcas;
y los trenes del tiempo
en humo inalcanzable se llevaron su nombre.

Nueve le dimos tierra.
Aún oigo los pasos
de asfalto,
ruina y viento.
Las campanas huyendo
y el golpe de la caja que derribó el ocaso.

Yo no hubiera querido regresarme
y dejarlo inmensamente solo.

Frente al agua del agua,
padre mío.
¿qué límites te llaman?

Mi niño bueno, dime,
¿qué mano pudo hacerlo?

Dejadle.
Así dejadle: que nadie ya lo toque.

II

Quien creó la existencia
calculó la medida del sepulcro.
Quien hizo la fortuna hizo la ruina.
Quien anudó los lazos del amor
dispuso las espinas.

El astro no descubre su destello.
Ignora el pez el círculo del astro.
Se halla solo el viajero
en su deseo
de llegar a la cruz del horizonte.

Es lenta la partida y el sendero lento.
La luz
se borra en la extensión
y el universo en lo que no se sabe.

Caen las rotas hojas de los árboles.
El hombre – maniatado en sus orígenes -
se encamina
hacia un claustro sin llave ni salida.

Mi padre
tenía la delgadez en sombra
del cristal en el pecho;
cuando hablaba, a la hora de la espesura,
se volvían sus labios inmortales.

Sin su decidida bondad
no existiría
para mí esa calma y su ojo de pájaro en reposo.
La pobreza sería una divinidad indigna.

Alegraré lo triste de los días.
Seré un grano de arena o una yerba.


Saludaré
como antes
las arañas de luces que cuelgan de la esfera,
todo ello
para tocar sus hombros,
porque,
¿qué hubiera sido de mí, niño como era,
de no haber recibido
la rosa diaria
que él tejía con su hilo más tierno?

Vienen a mi memoria
sin que pueda evitarlo
las ciudadelas que recorrimos juntos;
el griterío de la gente
ante la pólvora y sus golpes en el aire;
los iconos custodiados de cerca
por la astucia de los frailes de pueblo.
O los sucesos de aquel puerto: el mar, me acuerdo,
vestido de negro, abandonó la orilla.
Al fondo
se erguía la presencia del hielo, martillo en alto;
en ese entonces, padre,
padeciste en tu carne
el dolor del planeta.

El agua
ha dispuesto
sus muebles de lujo en el césped.
Los frutos están bajos para todas las bocas.
El estaría ahora tratando de alcanzarlos
reflejados en el río. O vendría a buscarme
y me diría: no me dejes. Soy un viejo ya.
Tienes que volver a mi lado. Ayer
escribí una carta a tu madre. Sabes,
cuando oigo los gritos
de los pájaros de lugar,
siento que algo
me une más a ella.

Caminaba
-doy mi testimonio-
del brazo de fantasmas
que lo llevaron a ninguna parte.

Caía
abandono abajo, cada vez más abajo,
más abajo,
con ayes sin sonido,
repitiendo ruidos no aprendidos,
buscando continuamente
el encuentro con los arrullos dentro de la apariencia.

Queda el eco en el muro.
Subsisten
los aullidos del ultrajado.
La sangre del cordero
no la limpia el curso de la fuente:
se adhiere en la piel de los verdugos,
y cuando ellos abren sus roperos,
surge su mano nunca concluida.

No.
Para ellos no habrá quietud posible.
El humo de las hogueras apagadas
eleva sus copas acusadoras.

En sus refugios hallarán un tiempo de duda;
en sus lechos estará esperándoles
la rapidez del áspid.

No.
Para ustedes
no habrá tregua
ni perdón.
En este mismo sitio
me habló de la ventisca
que azota sin descanso los asilos,
de su amor a los árboles en medio del silencio.

Hoy
que no vamos juntos
me siento entre desconocidos
que esquivan la mirada.

Hoy
que no está en mi mesa
compartiendo mi turbio vaso de agua
debo estar más solo de lo que imagino.

La lluvia en el cementerio
se convierte
en una catedral extraída de la plata.
Dentro, en los altares,
viuda de blanco
rezan cabizbajas.

Lejos
se oyen
las voces
de un coro que no existe.

Me llevas de la mano
como lo hacías antes.
Entramos en la única casa
que ha quedado en pie
después de la destrucción del día.
Cruzamos avenidas
que conducen a un mundo derrumbado.

Creemos escuchar una canción.
Volvemos: tú alto y yo pequeño,
pequeñito, para no hacerte daño.

Señalas la distancia.
Te quitas el pan de la boca
para salvarme un poco,
papá,
yo pienso que vives todavía.

De aquí partió y reposa bajo tierra.
Aún me duele el esfuerzo último de sus brazos.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Agua del tiempo. José Antonio Funes.


En la gran noche de los olvidos

Escúchame desde la otra orilla de tu silencio,
desde esa playa donde yace insepulto el cadáver de un pájaro;
allí donde el viento, siempre piadoso, recoge a diario su canto de arena.

Escúchame tú
porque se lo he dicho tantas veces a las piedras.

Hay una ciudad donde es imposible desandar el pasado,
o borrar la ventana en la que aún queda una cortina blanca
como si alguien hubiera izado para siempre la bandera de la ausencia.

Escúchame desde ese campo que atraviesan
los caballos negros de lo imposible,
aunque mis palabras te lleguen fragmentadas
y no haya hilo capaz de zurcirlas en la gran noche de los olvidos.

Hay tantas cosas que no pude decirte
en aquel tiempo de amar, en aquel tiempo de hablar
y abandonarse a lo eterno
como un niño hambriento en un campo de manzanas.

Nunca te hablé de la pasión inútil con que se entrega la lluvia
al impaciente calor de la tierra,
o de la tristeza de los charcos cuando se les muere la luna.

Nunca te hablé del dolor del árbol
cuando se queda con su propia sombra
después que un golpe oscuro ahuyenta sus pájaros.

Nunca te hablé del mar amargo que despide al sol
en la puerta última del día,
del mar que no cree en palabras escritas en la arena.

Escúchame ahora, no te oscurezcas,
tengo una lámpara, una luz pequeña...



A manera de consejo

Nunca dediques poema a mujer alguna.
Los amores posan y luego pasan
ante la cámara absurda de la vida,
mientras los versos avergonzados quedan,
heridos en su honor
de ver a la ingrata que se va con otro,
o se adentra para siempre en la niebla del nunca más.

Piensa en la lluvia
y su vieja canción sobre los techos,
en el mar que guarda
un cofre de versos a cada poeta,
en el viento viajero
que sabe bien de faldas y sus secretos.

Nunca dediques poema a mujer alguna.
Mejor díselo al oído,
en esa intimidad
donde la poesía es una caricia inédita,
el bálsamo que alivia
todos los dolores del mundo.



Canto del agua

Aprendemos del tiempo
a no malograr su jugo transparente,
a detenerlo en las ventanas o encerrarlo a besos.

Porque la noche es golosa con las horas;
no entiende que tu piel es un laberinto
donde mis manos despedazan el sueño.

Y más allá de eso,
subo con la luz en tus peldaños dulces,
derribo copas,
hago cantar el agua de tus labios.

Y todo es bello
como un violín en las manos de un ángel ,
como un canto
o un silencio perdido entre dos pájaros.



No solo por escribir escribo

Es que necesito escuchar a ese otro,
a quien le brillas o le sangran las palabras,
el que sufre porque todo el universo no cabe en un poema
y porque no hay adjetivo
para explicar la mirada de esa muchacha.

Es que me gusta asomar el alma por la ventana
para espiar a la noche con sus flores y sus fieras.
Escribo, no para sacar panes donde hay hambre,
sino para escucharme a mí mismo
palabras que enmudecen ante la muerte.



Euclides pudo haberlo dicho

El amor es un punto
donde un hombre y una mujer
se unen.

El amor es un punto
donde un hombre y una mujer
se separan.

El amor es un punto.



Era un niño, para vergüenza del mundo

Así estaba:
hecho un nudo contra el frío
para que la muerte no encontrara
las puntas de su miseria.

Pero vino el viento
e hizo de sus harapos una bandera.

Nunca vi flamear tanta humillación.



Los enamorados

Siempre encuentran un banco solitario.
un trozo de madera
o una piedra florida en que sentarse.

Desde la ternura de sus labios de almendra
inventan sueños, alaban estupideces, ríen de todo, lloran de nada;
hasta que se aferran cuerpo a cuerpo,
como un niño a sus harapos
bajo las cuchilladas de una noche de frío.

Luego se levantan,
como diosecillos que abandonan el polvo,
y se alejan
parpadeándole con ternura al mundo.


Bruselas, cero grados

Una ciudad puede significar un amor
O un desamor tal vez
Una ciudad, como a una mujer, puede amarse de mil maneras
O abandonarse para siempre con un cadáver a cuestas.
¿A dónde va tanta gente
Ahora que soy el único que viene de regreso?

A esta hora en que todo ángel se desdibuja
De bicicletas apiladas como animales mansos
Cuantos deseos de incendiar el piano que me trae la música de otro tiempo
O de gritar en el centro de la plaza:
¡Madres, no lleven sus niños a Mc Donalds!
Una ciudad puede ser el nido más bello de la locura
O la piedra donde se pudren las esperas
Como frutas olvidadas.

Aquí se gasta la vida buscando una sonrisa entre extraños
La soledad es una estación permanente
Cruel como los trenes que comen nieve en invierno
Lo saben los jóvenes que beben cerveza con sabor a llanto
Lo saben los viejos que ven el brillo de la muerte en la punta de sus zapatos
Y lo sabe Dios que ignora todas esas cosas.


José Antonio Funes

(Puerto Cortés, Honduras, 1963). Doctor en Literatura Española e Hispanoamericana, Universidad de Salamanca, España. Ha ejercido como Viceministro de Cultura y como Director de la Biblioteca Nacional de Honduras. En la actualidad reside en París, donde desempeña el cargo de Agregado Cultural en la embajada de Honduras.

Ha publicado los siguientes libros de poesía: Modo de ser, Editorial de la UNAH, 1989; A quien Corresponda, Centro Editorial de San Pedro Sula, 1995 y Agua del tiempo, Centro Editorial de la Diputación de Málaga, 1999. Asimismo, ha participado en las siguientes antologías: Aventuras Sigilosas, (Colombia): antología de poesía hispanoamericana, 1989. Palabras de Paso: Antología de poetas en Salamanca, 1975-2001, Ediciones Amaro, Salamanca, España, 2001; Antología de poetas hispanoamericanos, Ayuntamiento de Salamanca, España, 2002. Cuarta dimensión de la tarde: Antología de poetas hondureños y cubanos, coedición entre Editorial Nagg y Nell, San Pedro Sula, Honduras, y Ediciones La luz, Holguín, Cuba, 2011.